Cuando la luna está brillando en el cielo, Lorsque la lune brille dans le ciel,
¿quién quiere verla pintada en un cuadro? (1)
El día 31, mientras cruzamos un páramo hacia casa de Najet, vemos a dos perros salvajes atacar a una cabra y a sus dos cabritos recién nacidos; hay aún sangre y la placenta está en el suelo, logramos ahuyentar a los perros que se alejan y se tumban justo más allá del alcance de una piedra. Continua- mos caminando... El día 1, al volver a casa, vemos a un águila volar en círculos, ascender en una columna de aire y desaparecer en el cielo sin nubes.
La primera visión nos trae el encuentro con lo inevitable, aquello que podemos aplazar pero no eludir. Y aún así, la voluntad de intervenir en favor de la vida, de lo que nos parece justo o bello, aun sabiendo que el hambre de los perros es también una expresión inequívoca del vivir. Nuestra acción aparece entonces como una intro- misión en un orden de las cosas, que nos supera en su origen y en su final y del que nosotros somos solo un instante, una intromisión inevi- table, que el proseguir del camino devuelve a su punto de partida; como un paréntesis que se cierra, como un momento de gracia que se disuelve. Si todo se detuviese ahí, si la danza de las cosas quedase en suspenso como en un viaje inmóvil.
La segunda visión parte de lo común y nos deja tranquilamente en lo infinito, sin cortes en lo continuo, dejando que la mirada se hunda en la contemplación.
Así, a través de esos momentos y suspensiones, el viaje agrieta lo conocido y fuerza el acceso tumultuoso e incontrolado de lo desconocido en nuestros mundos y vidas. Atrás quedan las conquistas de territorios, mercados o conoci- mientos. La información de la que partimos al inicio del viaje permite dar los primeros pasos, pero el ver- dadero viaje sólo empezará cuando ese saber previo se disuelva en el no saber de lo desconocido, con la misma naturalidad con la que un río desemboca en el mar, o la vida en la muerte.
Cuando pensamos en el viaje que cruza el Mediterráneo, nos viene la imagen de una enorme plaza de agua que lleva de un continente a otro, por un momento nos puede el espejismo de las tranquilas barcas flotando en ese ágora. Y aun- que nos sobresaltan los enormes buques o los convoyes militares que lo surcan apresurados, nos llega aún clara esa sensación de lugar de encuentro, de intercambio, y lo sentimos como centro de una comunidad diversa.
Para aquellos que vienen del sur y del este, este espejismo apenas dura un instante, se corta en las cuchillas de la frontera, en los golpes de los guardias, se marchita en las colas de los consulados, se arruina en los gastos, se humilla en las páginas de un pasaporte que exhibe visados DENEGADOS.
Y alrededor de esos golpes, de esos cortes, de esa ruina y humillación, se enriquecen las corporaciones del control, se ahonda el tráfico de personas, y nace un monstruo que lentamente va penetrando en nues- tras ciudades y campos, salpicando de muertos los centros de inter- namiento, tierras sobreexplotadas bajo el plástico, macroburdeles fronterizos... Como laboratorio de una sociedad totalitaria que se des- borda: ¿Quién controla a control?
Para los otros, para los que cruzan el Mediterráneo desde el norte y el oeste, el espejismo continúa y amenaza con no disolverse jamás, como si al ir a cruzar la membrana de la frontera ésta se dilatase y extendiese infinitamente elástica, permitiendo ir a los sitios deseados sin haberla cruzado, impermeabili- zados por una gelatina de imágenes pre-vistas que cubren la totalidad de la visión.
De joven, en el museo de mi ciudad natal, vi una vez con sorpresa un grabado orientalista inglés en el que se representaba la Seu, la gran iglesia gótica de la ciudad, como si fuese un templo griego. ¿Llegó ese artista a visitar la ciudad y ver la Seu ? Quizás no llegó a hacerlo nunca, ni sintió necesidad alguna y lo dibujó desde su taller en Inglate- rra. O quizás sí, pero le superpuso la imagen que él deseaba, o tal vez era el deseo de quien encargaba la obra, y no podía desairarle. Quizás su intención era llegar a Grecia pero quedaba fuera de sus recursos y encontró bien forzar un poco la geografía. Ahora entendemos que la mayoría de las obras orientalistas no hablaban sobre Oriente sino que lo creaban, lo creaban en el imaginario, y ese imaginario más tarde empezaría a tomar forma y materia. Aquello que veían y plasmaban en imágenes respondía mayormente a las necesidades del sistema de dominación colonial, y en ocasiones transparentaban la tristeza y la represión de sus propias sociedades, la necesidad de vislumbrar un otro libre, aunque fuese en sueños.
En la actualidad estas imágenes pre-vistas se han multiplicado ad infinitum , pero ahora no responden a la etiqueta imprecisa de creación artística, sino a la muy concreta de información, y gracias a ellas toda las ideas pre-concebidas se confir- man mágicamente: “Todo es exac- tamente igual que en las noticias y los folletos turísticos, sólo que ahora soy yo quien aparece al lado de un monumento, o de un niño forzosamente hambriento, o de una mujer evidentemente explotada”. La vacuna mediática funciona y el peligro del contagio se ha conjurado. La frontera ha viajado con nosotros. El visado –aunque a menudo inadvertidamente– ha sido también DENEGADO a otro nivel quizás menos dramático, pero más profundo. Y no solo eso, sino que además ese desplazamiento ha cumplido su función de extender la frontera hasta el interior del territorio, señalando en el mapa los codiciados espacios casi vírgenes, transformando con la sola exigen- cia de sus necesidades y caprichos turísticos o empresariales cual- quier entorno que visitan, con una efectividad y precisión militares.
Hace años conocí en Tánger a un antiguo guía ilegal, categoría que lo honraba y lo convertía en real; su nombre de contacto era Charlie. Había sido guía desde la adoles- cencia, allá por los años 50, y había conocido la Interzone –el período de administración internacional de la ciudad–, la deriva hippy y el turismo hasta nuestros días. A menudo se preguntaba: “¿Qué ha sucedido? Antes la gente venía para tres o seis meses y a menudo se quedaban uno o varios años, muchos acababan vistiendo una chilaba, aprendían algo de árabe, se mezclaban un poco..., ahora cada vez vienen con menos tiempo, al principio unos pocos días, luego un día, una mañana, apenas un par de horas, pero apenas tienen tiempo, están muy ocupados, y aunque no han estado nunca antes, ya saben lo que quieren ver. Yo quiero ayu- darles, pero no puedo. ¿Qué les sucede?” (2) .
Efectivamente, de igual manera que existe un hilo tenso que rela- ciona la violencia con la velocidad, existe otro que lo ata al desplaza- miento como no viaje. El turista, el militar, el hombre de negocios... adoran la velocidad. Para el militar la velocidad sobre el terreno indica la apertura y la eficacia de las rutas que ha abierto o mantiene. Para el hombre de negocios significa aho- rro de recursos. Para el turista, la posibilidad de conocer más lugares mientras disfruta frenéticamente de la calma oriental.
A veces, en un golpe de fortuna, la máquina se rompe y se fisura, aparecen disfunciones y lagunas en el programa, tiempos muertos que paradójicamente son la condición de posibilidad para que aparezca vida y empiece así algo de viaje en esos desplazamientos. Lo descono- cido llega hasta nosotros, inunda nuestro saber , que rápidamente se convierte en leyenda. Sumergida bajo una realidad líquida y cambiante, la membrana de imágenes pre-vistas se desgarra, se abre la visión, y tal vez por primera vez “uno puede ver el vuelo del pájaro, mirarlo para observarlo o sentir que vuela con él. Eso es contem- plar, convertirse en el otro” (Hafiz).
Abu Ali
(1) Extracto de Viveka Chudamani de Sankara (India, siglo VIII), Ed. Librería Argentina.
(2) La conversación con Charlie puede verse en Charlie. Keep in Touch, abu ali, Tánger 2000.